Ay Cherquenco. Pueblo olvidado e inolvidable a la vez. Se
hace presente de nuevo en mi memoria y en mis obsesiones cada cierto tiempo,
pero sin nunca irse del todo. Recuerdo perfectamente ese día de 1994 en la
Escuela Japón E-545, el profesor Alejandro Roa nos hacía la clase de Ciencias
Naturales y era la primera vez en mi vida que escuchaba la palabra “Hábitat”.
Mientras me preguntaba que podría ser el “Hábitat” (mis estúpidos e ignorantes
compañeros no dejaban hablar al profesor… lo siento, pero hasta el día de hoy
odio a esos niños, hoy hombres que la vida imposible me hacían en ese
entonces…). Entre el barullo de la clase y la impaciencia de nuestro profesor,
hombre ya casi anciano y con una larga y sacrificada experiencia de docente, yo
miraba por la ventana, sumida en mis ensoñaciones, pensando en Charlie Bucket,
porque yo creía fervientemente que algún día llegaría Willy Wonka a salvarme
del Moraga, del Diego Salvo, del Héctor Núñez, de la Claudia Mellado…, de
pronto un papel hecho una dura y gran bola me llega en plena cara y el maldito
del Moraga me grita “¡¡Mongola… TONTA!!”. Esos eran mis sobrenombres oficiales,
aparte de “Yogur de Petróleo”, por supuesto, nada más que por la sencilla razón
de ser la más morena del curso y de preferir leer bajo un árbol a jugar a la
capacha o a las movidas en la Cueva de la Momia, acción muy reprobable y digna
del más profundo de los desprecios para ellos. Pero no hablemos de eso. Para ese entonces
aún era una niña sensible y llorona, pero me guardé las lágrimas –de rabia- y
me dije que a la salida le tiraría una piedra o le escondería la mochila al muy
infame. Tomé papel y lápiz y empecé a escribir todo lo que le haría si no fuera
tan pava y tan irremediablemente débil:
*Lo estrangularía con una cuerda de esas para lacear
corderos.
*Lo metería preso.
*Le cortaría el cuello con un cuchillo oxidado.
*Lo castraría, como había visto a mi papá hacerlo en el
campo a los terneros, con desinfectante azul incluido.
*Le molería la cabeza a pedradas.
*Le haría una zancadilla tan espectacular que mínimo quedaba
con la nariz chueca para siempre.
Mientras que con mi mentalidad de tímida niña de 9 años
planeaba la más horrible venganza en contra de aquel detestable grandullón –en
compañía de sus compinches- que siempre que podía me pateaba o me insultaba…
Pero basta, no estoy hablando de mis traumas de la niñez, sino de un evento
geográfico. Pero no puedo evitar el relacionar todo. Nuestra sala tenía la más
hermosa vista al volcán Llaima que tuviera escuela de pueblo pequeño alguna, en
sus amplios ventanales el hermoso nevado se colaba como un compañero y amigo
más entre nosotros los niños. Pero aquel día no estaba precisamente de humor
para participar en juegos o para acompañarme en mis lecturas taciturnas bajo
aquel viejo pimiento, ni se sentía familiar entre las infantiles cabezas que
escuchaban al profesor aquella mañana, mientras yo planeaba mi vendetta y los
demás hacían desorden y don Alejandro al frente con su cara de “queda poco para
jubilarme, yupi”. No es por dármelas de vidente ni de nada, pero hubo algo que
interrumpió mis siniestras maquinaciones y me hizo mirar hacia la ventana. Ahí
estaba, mi amado Llaima, una de las pocas cosas que me hacen verdadera falta en
la vida. Tan nevado, tan imponente, con su eterna fumarola, como un puro
inmortal…
De pronto todo eso acabó.
Imagínenlo más grande y más cerca aún.
Hubo un horrendo estruendo, seguido de algo parecido a la
versión cordillerana de Hiroshima, un GIGANTESCO HONGO DE HUMO que salió del
Volcán en cosa de segundos, juro que es la cosa más impactante, impresionante e
definitiva que he visto en mi vida, aunque quizá vea la puerta de Branderburgo
o las cataratas del Niágara no me conmoverán tanto como esa extremadamente
inmensa columna de humo que cubrió todo el manto azul del cielo cherquenquino.
El profe empezó a gritar frenético ¡PLAN DAISY, PLAN DAISY! mientras mis
compañeros lloraban desesperados porque sus padres trabajaban cerca o porque
pensaban que íbamos a morir todos aquel día. Yo soy naturalmente sensible, pero
no me uní al coro general de chillidos, carreras, mocos, lágrimas, gritos,
histeria, más mocos, pañuelos Elite incomprensiblemente aparecidos, pellizcos,
retorcijones de manos y mejillas, don Alejandro no hallaba que hacer, nadie le
hacía caso con el dichoso “¡!PLAN DAISY, PLAN DAISY!¡, la Bernarda Álvarez
gritaba efectivamente enloquecida ¡¡Mi papito se va a morir, soy huérfana, SOY
HUERFANAAAAAAAAAA!!, el idiota de Diego Salvo lloraba aterrorizado y su gorda
cara roja, hinchada por las lágrimas y la cobardía lo hacía parecerse aun más a
una cruza de cerdo con frutilla de lo que ya era. Yo estaba hipnotizada, como
una frágil ratita frente a una cobra, una cobra volcánica y pétrea, si es
posible aquello. Yo sólo miraba por la ventana, con los ojos como platos,
mientras a mis espaldas se desarrollaba la más terrible y dramática escena de
temores infantiles jamás vista, miedo a la muerte, a quedar huérfano, a quedar
solito, a tener que irse a vivir con los tíos, a tener que cuidar a los
hermanos mas chicos, a tener que ser cuidado por los hermanos más grandes, a
quedar sin casa, en suma, todo el horror al abandono en sus muchas
manifestaciones. De pronto se me ocurrió que si iba para afuera la vista sería
mejor. Tomé mi mochila (de Barbie, lo admito) y salí no más, el profe Alejandro
no estaba en condiciones de ordenar nada a nadie, rodeado por el caos colectivo
y sumergido en sus propios miedos. En el frontis me encontré con la entonces
Toyita de 5 años que también cursaba el Kinder en esa escuela. Mi hermana
sollozaba asustada, le tomé su manito gorda y la abracé, sin dejar de mirar el
portento de humo que se exhibía ante todos, como un espectáculo infernal. La
sirena sonaba y sonaba, mientras el cielo se ponía cada vez más oscuro, dando a
todo ello un tinte trágico y pasmoso a la vez que mientras viva no podré
olvidar nunca. Mi única y hasta el día de hoy, mejor amiga Licha, se me acercó
y me preguntó:
-Oye Nati… ¿Qué vamos a hacer?
-No podemos hacer nada. – le contesté.
Y ahí quedamos, mirando todo, sin atinar a nada, como ya
dije, cual verdaderas ratitas frente a una cobra que pronto las engullirá sin
compasión alguna. La Victoria lloraba y pedía ver a nuestra mamá, así que me
despedí de mi amiga y bajo el cielo encapotado de ceniza me la lleve a la casa.
No me importó el reglamento de la escuela, total, en un evento así, no era lo
mejor quedarse allí. Sólo quería ver a mi mamá. La encontramos en el camino,
venía a buscarnos con nuestro hermano Dido (David) de cuatro años, que no
entendía mucho y parecía asustado y eufórico a la vez, actitud que conserva
hasta el día de hoy. Nos abrazó fuerte y emprendimos camino hacia la casa. Mi
papá no estaba, porque como era bombero y además Superintendente del Cuerpo de
Bomberos de la localidad, tenía que estar efectuando posibles labores de
rescate. Y ahí nos quedamos, recuerdo que subí al techo de mi casa y estuve
toda la tarde, mientras mi mamá me retaba y me exhortaba a bajarme, en medio de
amenazas y sobornos. “Si te bajas, te hago un queque para la once”; “Si no te
bajas te voy a sacar la cresta, caura e’ mierda”; “Si te bajas te regalo un
lápiz verde”; “Si no te bajas te voy a dar con el cinturón hasta que me canse,
mocosa desobediente, te voy a acusar a David apenas él llegue”. Yo no hacía
caso, estaba como fascinada, sabía que este era un día de esos
que-se-recuerdan-para-siempre y no me lo iba a perder por estar encerrada en la
casa asustada como pollo en corral ajeno. La nube ya era tan grandiosa que
cubría todo lo que era cielo y el cielo estaba matizado de oscuros colores,
negro, gris en todos los tonos imaginables, blanco, azul, ¿morado? Mi mamá,
armada de una escalera y un colihue, se subió al techo dispuesta a golpearme
“hasta que se cansara” como anteriormente me había advertido. Pero no pudo
evitar sentarse al lado mío a mirar, aunque sea por un ratito. Y ahí estuvimos,
cada una pensando en lo suyo. Luego claro, bajé (ilesa), comí, seguí mirando,
después de 4 horas llegué a sentir miedo, lloré – sólo un poquito- esperamos a
que mi papá llegara…
Imágenes de la época (gracias Google)
Después la tele, mi papá dando declaraciones, cumpliendo con
su deber de Bombero Chico Bueno, el whisky con hielo milenario, el río pasando
por encima del puente, el mismo río llevándose a los muertos y sus tumbas (este
río se llama Cementerio y de verdad en esos días le hizo honor a su nombre),
aquella descomunal roca de más de cuatro metros de alto que causó la estupefacción
colectiva y por sobre todo esas preciosas noches, noches de encanto y horror,
sugestión y enigma, de sospecha y maravilla, en que todo Cherquenco se reunía
antes de acostarse a mirar como el Llaima hacía erupción, y cuando habían
estallidos grandes se escuchaban claramente los “Ohhh’s” y “Ahhh’s” de todos,
que eran el comentario obligado al otro día: “Cachaste el volcán anoche? ¡¡Se
pasoooooó!!” o “Anoche estuvo fome, apenas se veía la lava en el cráter” o
“Ayer si que me dio miedo ¿estai segura que la lava no llegará al pueblo?”, los
temblores que a veces nos despertaban y otras pasaban piola, casi parte del
paisaje y la delicada lluvia de ceniza del primer día que suavemente se
depositó sobre techos y árboles, brindando al paisaje grisáceas tonalidades,
causando aún más el desasosiego en los cherquenquinos corazones...
Recuerdos infantiles. El volcán que siempre fue parte
importante de mi vida, de pronto obteniendo un rol absolutamente protagónico. Y
lo extraño tanto, desde Los Lagos no hay ninguna vista a la cordillera siquiera
y cuando estoy en Temuco este apenas se ve, por la culpa de la leña y su humo,
y de los 63 Km (más o menos) que nos separan también. Aunque he estado en el
Villarrica, en el Osorno, en el Tolhuaca, en el Lonquimay, ninguno me estremece
de emoción con su majestuosidad como el Llaima, ninguno me hace sentir con
tanta fuerza mi propia insignificancia como ser humano y nuestra vulnerabilidad
frente a la siempre secreta y magnífica, poderosa y avasalladora Naturaleza,
sigilosamente entregando su eterno mensaje a quienes quieran recibirlo. Y de
verdad, me hace falta. Por eso necesito estar cerca, porque está en mis raíces
y porque no, volver a ser por un momento aquella chiquilla morena y delgada,
tímida y callada, que se internaba en los cerros y dormía entre la avena y los
ulmos, rodeada de chercanes, en aquel Cherquenco, tan lejano y cercano a la
vez, en donde el Llaima define y moldea la tierra de la que queramos o no,
somos sólo invitados por breves instantes.